martes, julio 12, 2016

EL MINISTRO FERNÁNDEZ Y EL ABORTO.


El pasado jueves 9 de junio el recién asumido Ministro del Interior, Mario Fernández, declaró: “Yo suscribo el proyecto que envió la Presidenta respecto de la despenalización del aborto en tres causales muy concretas” (La Segunda, p. 8).
No conozco al ministro pero no pongo en duda que sea un hombre bien intencionado. Por esto y por otras razones su declaración se me hizo, en principio, inexplicable. Es miembro de una institución católica que se caracteriza por su estricto apego a la enseñanza moral de la Iglesia. ¿Cómo entender entonces que suscriba un proyecto de ley que contraría dicha doctrina? Además, hace algunos años y en calidad de miembro del Tribunal Constitucional, votó en contra de la distribución de la “píldora del día después” por considerarla un fármaco potencialmente abortivo. ¿Cómo es que ahora apoya una ley que despenaliza actos que son, ya no potencialmente sino actualmente, aborto? Más aún, el mismo día en que realizó la citada declaración, acudió a la iglesia de la Gratitud Nacional a mostrar su rechazo al saqueo del templo y destrozo de una imagen de Cristo crucificado. ¿No resulta esto contradictorio con que horas antes haya manifestado públicamente su apoyo al proyecto de ley que autoriza el ejercicio de la violencia sobre seres que son templo vivo del Espíritu Santo e imagen viva de Cristo?
Cuando se nos hace difícil comprender las actuaciones de los hombres públicos, nada mejor acudir a la historia. El devenir de la humanidad ocurre de modo cíclico, lo cual nos permite efectuar paralelos entre actos separados en el tiempo de modo de reconocer los elementos comunes y despejar los que son propios de las particularidades del momento, y entonces aquello que se nos hacía oscuro pasa a adquirir forma nítida. Así es como vienen a mi memoria dos momentos históricos que permiten entender al ministro Fernández.

El primero: el 22 de junio recién pasado la Iglesia Católica ha celebrado la fiesta de los santos Tomás Moro y Juan Fisher, decapitados por orden del rey inglés Enrique VIII en 1535. Éste se casó con Catalina de Aragón, nieta de los reyes católicos de España, y en su juventud fue un monarca bien intencionado y fiel servidor del papa, pero la paulatina relajación de sus costumbres lo fue transformando. Habiéndose enamorado de una cortesana y ante la imposibilidad de que Catalina le diera un heredero varón, concibió un plan con el fin de legitimar moralmente su unión con Ana Bolena y traer al mundo el ansiado heredero. El monarca movilizó a su aparato burocrático para obtener del papa la nulidad de su matrimonio con la reina, pero al no lograrlo decidió separar la Iglesia inglesa de la Iglesia Católica Romana nombrándose a sí mismo su suprema autoridad (mediante la “Ley de Supremacía”); hecho esto y habiendo ya contraído matrimonio en secreto con Ana Bolena, procedió a declarar nulo su primer matrimonio y legítimo el segundo (mediante la “Ley de Legitimidad”).
Tal vez como una manera de acallar su conciencia, Enrique quiso contar con la aprobación de los ciudadanos más prominentes obligándolos a prestar juramento de reconocimiento de ambas leyes bajo pena de alta traición. Ésta consistía en que el condenado era decapitado y luego descuartizado para exponer su cabeza y sus extremidades en las puertas de Londres para escarnio público. Ante tal argumento no es de extrañar que la gran mayoría de los llamados a jurar lo hicieran, más allá de lo que sostuvieran en su fuero interno; y no sólo los laicos sino también, en un vergonzoso espectáculo, casi toda la jerarquía eclesiástica. Sólo unos pocos optaron por la fidelidad a su conciencia, entre ellos Moro ‒que en su calidad de Lord Canciller había sido la principal autoridad política después del rey e íntimo consejero de éste‒, el obispo Fisher y unos cuantos monjes cartujos, quienes debieron presentar su cabeza al verdugo. Por el contrario, los que consintieron en el divorcio y en el cisma conservaron sus vidas… por corto tiempo: los más afortunados morirían algunos años más tarde en la tranquilidad de sus lechos pero con el remordimiento de haber traicionado sus convicciones; los menos afortunados, lo harían antes y de modo menos elegante, pues el rey se acostumbró a castigar a sus servidores cuando las cosas no salían según sus caprichos condenándolos por alta traición. La propia Bolena subió al cadalso al año siguiente que Moro y Fisher.

Algo parecido, en algún sentido, ocurrió en la Alemania nazi durante los años previos a la guerra. El historiador Ian Kershaw ha investigado cómo fue que el pueblo alemán se sometió al ambiente de odio contra los judíos que creó el régimen (“Hitler, los alemanes y la solución final”, Ed. La Esfera de los Libros). Al estudiar particularmente la actitud del clero, anota: “En lo referente a la Cuestión Judía [el clero] no asumía el liderazgo y tendía a seguir, más que a modelar, la opinión popular. Como cristianos, la mayoría del clero rechazaba la falta de humanidad del régimen nazi; pero como individuos viviendo en un clima de opinión hostil hacia los judíos, tendían a ser un reflejo del antisemitismo latente y de la indiferencia de la sociedad” (p. 291). La condescendencia de los cristianos no fue, sin duda, la causa del Holocausto, pero en alguna medida contribuyó al ambiente que lo hizo posible: “La opinión popular, mayoritariamente indiferente e imbuida de un antisemitismo latente fomentado aún más por la propaganda, proporcionó el clima necesario para que la agresividad creciente de los nazis hacia los judíos pudiera ir avanzando sin que nada la desafiara. Pero no provocó la radicalización. El odio fue lo que construyó el camino hacia Auschwitz, y la indiferencia lo que lo pavimentó” (p. 319).
Confieso que cuando leí el libro de Kershaw deseaba ansiosamente que el autor hubiese encontrado más que sólo unos pocos testimonios de oposición por parte de católicos alemanes hacia el régimen nazi. Pero, aunque hoy nos parezca inverosímil, el antisemitismo encontró en esos años mucha más adhesión de lo que se cree, y no sólo en Alemania. El historiador chileno Víctor Farías ha documentado cómo el antisemitismo encontró acogida en la sociedad chilena, incluyendo a clérigos y laicos (“Los nazis en Chile”, Ed. Wide Chance). Por ejemplo, Eduardo Frei Montalva, católico y líder de la agrupación que daría origen a la Democracia Cristiana, escribió y publicó en 1936 un artículo alabando un libro del más importante antisemita argentino, transcribiendo, entre otras, la siguiente frase de Séneca refiriéndose a los judíos: “Es una nación abominable”, y alabando a Isabel la Católica por haber hecho historia “persiguiendo con justicia a los judíos con medidas exactamente iguales a las que hoy vemos adoptar a los nacionalsocialistas cuando persiguen la pureza de la sangre” (p. 470).
Enrique VIII y el nazismo causaron dolor y muerte, pero pasaron pronto y sus partidarios han sido juzgados por el tribunal de la historia y por ese otro Tribunal infinitamente misericordioso a la vez que infinitamente justo. De la misma manera, algún día ‒pronto‒ se escribirá la historia del Chile actual y cómo fue que en un país donde el 83% de la población se declaraba cristiana (67% católica y 16% evangélica), se legalizó el asesinato de niños por nacer con el fin de que sus cuerpos y órganos fuesen transados en el mercado de tejido fetal. Entonces los católicos chilenos sentirán vergüenza al ver que uno de los suyos suscribió aquella barbaridad cuando asumió como segunda autoridad del gobierno que la impulsó.

Gastón Escudero Poblete.

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