jueves, abril 14, 2016

LA ARAUCANÍA: HUNDIRSE EN EL ABISMO.


Es el curso fatídico que siguen las cosas: un conflicto de baja intensidad, de guerrilla y terrorismo, de insurgencia y (todavía no) contrainsurgencia, y al final parecerá una pequeña Colombia. No dejará de haber tentativas internacionales de mediación que afectarían al país en lo interno y externo.
El conflicto mapuche se suscitó a partir de 1990 en combustión lenta hasta que a fines de la década era percibido como tal. El fin de la Guerra Fría abrió paso al protagonismo de factores étnicos y culturales como detonantes de conflictos. Resentimientos ideológicos y la activa colaboración de intelectuales que con buenas y malas razones se asemejan a constructores de ficciones y arrojan leña a la hoguera. No se trata solo de un fenómeno chileno, sino que de una ola de la política mundial; sucede aquí y por doquier; no es el brotar de una verdad reprimida, explicación elegante y snob que se esgrime. De ahí la participación de un nutrido grupo de ONGs de origen europeo, y nuestra no meditada adhesión al Convenio 169 de la OIT, iniciativa holandesa, ¡país que en el colmo del diletantismo no tiene indígenas! (pero sí muchos inmigrantes musulmanes; ya veremos).
Apuntando a los factores internacionales, no afirmo que en sí mismo el conflicto mapuche sea pura imposición, un cuerpo extraño a la nacionalidad. Esta confrontación inducida reabre una herida con muchas posibilidades de cicatrización cuya profundidad en cambio se exagera con fruición provista de estrategia político-militar, vertiendo sal e inventando un muro étnico que en sus justas dimensiones es mucho menor. En todo el mundo los conflictos étnicos y nacionalistas desde el siglo XIX a lo largo del globo han vivido y prosperado radicalizando diferencias inevitables, creando fosos que por artificiales que muchas veces sean, igualmente producen consecuencias desoladoras. Este quiebre ha llegado a ser parte de Chile, a pesar de que la raíz indígena resida en la inmensa mayoría de los chilenos –es mi caso– y la mayoría de los mapuches de carne y hueso estén repartidos pacífica y activamente a lo largo del país. No es aquí sin embargo donde los activistas del “foco” –principio guevarista– han tenido éxito hasta ahora.
En cambio, arrastrando de buena o mala gana a un sector de la población más mapuche que otra –no se puede decir más–, que en no pocos casos “descubre” que es mapuche, el conflicto se ha profundizado por medio del hostigamiento violento, con palos y piedras primero; luego con gradualidad organizada por medio de armas de fuego, castigando a los “traidores” –vieja y cruel triquiñuela terrorista–, hasta hacer que toda una región se vuelva invivible, al menos fuera del radio urbano. Recientemente destella una añadidura: a la limpieza étnica se le suma la religiosa.
Ningún gobierno ha podido revertir esta marcha al abismo; nos seguimos precipitando en el mismo. Una victoria cartaginesa –erradicación a sangre y fuego– está prohibida en un Estado de Derecho; aviva el fuego desde otra dirección. La autodefensa, por legítima y comprensible que sea, ha sido siempre inútil y además conlleva consecuencias criminales. Tampoco resultará una simple entrega de tierras; al igual que la reforma agraria, no soluciona la pobreza, aunque puede tener un efecto simbólico si es que el país posee los recursos. Solo la separación del violentismo –que no estamos seguros de si es un sistema de células dispersas u obedece a una central, aunque organización sistemática la hay– del cuerpo de los que pueden identificarse como mapuches (no hay un ente puro), por medio de una estrategia de mediano plazo, podría acertar con el apaciguamiento necesario.
Joaquín Fernandois.

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