miércoles, junio 10, 2015

RESPALDO A LA LABOR DE CARABINEROS DE CHILE.

La institución merece un apoyo más enérgico de parte del gobierno y de la opinión pública en el desempeño de sus funciones en favor del orden.

LA MANIFESTACION nocturna de la semana pasada, autorizada por la Intendencia, dejó un lamentable legado de lesionados, destrozos y reproches provenientes desde los más variados sectores. Como era de esperar, las críticas públicas y amenazas previas a Carabineros de Chile tuvieron un efecto  visible e intimidatorio en la forma como sus fuerzas enfrentaron la marcha y los desmanes producidos al amparo de la oscuridad.

No es correcta esta confusión. Las fuerzas de orden deben asumir las responsabilidades que les confiere la legislación y, para ello, cuentan con el monopolio en el uso de la fuerza frente a la comisión flagrante de delitos. Sin embargo, tan cierto como lo anterior es que para el ejercicio de sus atribuciones requieren, también, del respaldo firme y convencido de las autoridades políticas y, en ese sentido, las señales de un tiempo a esta parte resultan, a lo menos, contradictorias.

Los ejemplos son conocidos. Frente a hechos delictuales en la zona de La Araucanía y alrededores, no son pocas las víctimas que reclaman una mayor capacidad de respuesta por parte de las fuerzas policiales, pero las garantías y el respaldo para su acción no parecen lo suficientemente sólidos de parte de las autoridades políticas. Asimismo, ante situaciones absolutamente aisladas de uso excesivo de la fuerza por parte de uniformados, la institución ha respondido de la forma más ágil posible, desarrollando investigaciones internas y dando de baja a aquellos integrantes que se hayan visto involucrados en los hechos debidamente comprobados.

Aunque, como advierte el propio vocero de La Moneda,  “todos respaldamos la labor de Carabineros”, la reacción de dirigentes y representantes políticos del oficialismo tiende a funcionar en ritmos distintos, ya sea que se trate de respaldar incondicionalmente a un grupo de manifestantes o a la labor de esta institución en favor del orden público. Ese apoyo en ningún caso supone carta blanca para actuar fuera de los márgenes de la ley, como tampoco el rechazo a la obligación de investigar cuando hay errores en los procedimientos.

No obstante, la implementación de protocolos  en extremo limitantes y de compleja adaptación a las situaciones muchas veces extremas que impone una movilización masiva, sólo termina por dificultar la ya complicada tarea de Carabineros. Obligar, por ejemplo, a los uniformados a “mantener una actitud ponderada para diferenciar y reconocer a los infractores de ley de aquellas personas que ejercen legítimamente el derecho de manifestación”, aparece como un criterio teóricamente válido pero peligroso de aplicar. Produce, además, el insólito efecto de facilitar la impunidad, porque cuando los grupos más radicales inician las acciones violentas en medio de las manifestaciones, su coordinación y connivencia con muchos de los asistentes hace que la única alternativa para que Carabineros cumpla esa instrucción sea el repliegue, con el consiguiente empoderamiento de los violentistas. La autoridad debería requerir de los manifestantes y de quienes convocan estas acciones exactamente lo contrario, esto es, que cuando surja la violencia sea de responsabilidad de ellos dejar aislados a quienes la emplean, para que sean rápidamente controlados por Carabineros.

La policía uniformada enfrenta una situación difícil, por la pérdida del respeto que se ha generado hacia su autoridad y la legitimidad de su desempeño, debido a la inexplicable validación de cualquier forma de manifestación pública, incluso la que usa la fuerza. Lamentablemente, esto parece debilitar su acción en otros ámbitos, como la represión de la delincuencia, donde las garantías y derechos otorgados a los sospechosos parecen emanar de una interpretación en extremo garantista de la ley por parte de los tribunales.

Editorial La Tercera.

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