sábado, febrero 21, 2015

EL SACRIFICIO DE LEOPOLDO.


Este año de reclusión de López nos recuerda una advertencia muy seria, incluso para nuestro país: a veces creemos imposible el descalabro, creemos lejana una degeneración tan violenta como la venezolana.

 Ha cumplido un año de encierro Leopoldo López, reo político venezolano, en los calabozos de la “Revolución Bonita”. Y lo ha cumplido rodeado de la podredumbre institucional y moral más agresiva y pestilente que ha conocido la historia venezolana, empezando por la propia prisión de Ramo Verde. Se ha convertido, para pesar del heredero y de la casta chavista, en un dolor de cabeza de Padre y Señor Nuestro. Leopoldo es (o debería ser), para la galería internacional, una de las muestras de desprecio por la justicia, la libertad y la dignidad humana más difíciles de ocultar. Ni hablar de las mil y un desgracias cotidianas que cualquier venezolano debe soportar, con excepción de los privilegiados en el poder.
El político y economista caraqueño cometió el “grave delito” de protestar en contra del régimen de Nicolás Maduro (la libertad de expresión violada y violentada en su nivel máximo). Fue acusado –sin evidencia alguna- de terrorismo, homicidio e incendio de edificios públicos, y lanzado a los leones en un sacrificio burdo que ha motivado el rechazo de la opinión pública que aprecia la libertad.
¿Para qué ha servido el sacrificio de Leopoldo durante este año? ¿Cómo interpretarlo? Lo primero es entender que el problema central no solo es el cautiverio de López. Tampoco lo es la triste postal que muestra Venezuela: miseria generalizada, clase media empobrecida, colas para comprar alimentos racionados, gente marcada como ganado en esas colas para que no compren más de lo bolivarianamente permitido, confiscaciones arbitrarias, persecuciones y discriminaciones políticas, corrupción socialmente aceptada. Tampoco está en el estrangulamiento de la libertad económica y política, en la monstruosa delincuencia –cada vez más difícil de distinguir en medio de la degeneración social–, ni en las sucesivas perversiones que ya ni son noticia.
Esos son los síntomas de la real enfermedad que Leopoldo López nos recuerda con su triste aniversario: el descalabro institucional de un país. Porque el régimen socialista instaurado en Venezuela es, para colmo de males, una mezcla tan compleja como peligrosa. Es un fenómeno, un embutido de bolivarianismo, caudillismo y  marxismo-leninismo –por decir poco– muy difícil de digerir. Es esencialmente una forma de populismo revolucionario y eso es bastante más fácil de comprender.
La historia es guión conocido: partidos políticos que, luego de un periodo de cierta gloria, hacen de las suyas. Acto seguido se desprestigian y pierden la confianza de las personas. Como en el proceso dañan las instituciones –institucionalizan sus mañas–, la gente también pierde la confianza en el sistema. Y es ahí cuando salta a las tablas el charlatán, casi nunca inofensivo. Aparece como la representación humana del descontento popular, como el justiciero que castigará a los corruptos y poderosos y, al fin, como la esperanza hecha carne y hueso, con nombre y rostro.
El charlatán populista da su interpretación de las cosas, logrando magistralmente asociar a los corruptos con la democracia representativa. O acaso como un producto inevitable de las instituciones democráticas y económicas liberales, lo cual es un disparate que funciona como discurso. ¿Y qué ocurre? No se da un golpe porque eso pasó de moda y se ve feo. Se va a elecciones, se ganan y, mazo en mano, se demuele el sistema desde dentro. Al poco tiempo, la ruina… y varios leopoldos presos. Pasó en Venezuela. Acaba de empezar algo más o menos similar en Grecia, y está amenazando en España con los profesores revolucionarios de Podemos. En nuestra región, los riesgos son evidentes: la putrefacción de la institucionalidad en Argentina es aterradora por sus efectos presentes y consecuencias impredecibles.
No es un favor a Leopoldo sino una obligación moral y humana solidarizar con él, su esposa Lilian, sus hijos y toda su familia. Debemos repudiar la violación de todas las libertades y la negación de la justicia que hoy distingue a Venezuela. Y –por una cuestión ética y no política- ese rechazo debiese tener al menos la misma fuerza con que salimos a Providencia o la Alameda a exigir un mejor Transantiago o educación de calidad.
Chile y los chilenos no podemos quedarnos tranquilos ni callados ni ciegos. Y por una cuestión bien simple. Este año de reclusión de López nos recuerda una advertencia muy seria, incluso para nuestro país: a veces creemos imposible el descalabro, creemos lejana una degeneración tan violenta como la venezolana.Pero tampoco lo parecía en la Venezuela Saudita de los años 70 y 80. Estamos jugando con fuego. Los Yategates, los Nueragates, los Penta y todos los “gates” que vengan son un peligro terrible. No sólo por el descrédito de la clase política: las instituciones que nos han ayudado a prosperar se debilitan también cuando algunos políticos y empresarios (por falta de transparencia y/o responsabilidad) actúan inescrupulosamente, desprestigiando nuestro sistema político y económico que ha costado décadas consolidar, y que no podemos demoler tentados por la demagogia. No alimentemos la bestia populista que ya husmea por estos lares.

Rafael Rincón-Urdaneta, Fundación para el Progreso.

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